El vecino creyó. Como una fe contundente. Sin fisuras. Creyó sin duda posible. Creyó que era un ladrón.
El, que tenía apenas 17 y en la madrugada del lunes se apuraba para pintar la última redondez de la última letra en la última pared para irse a dormir y después levantarse al lunes, frío y acechante lunes de cara lavada y trabajo en la barbería.
Esa noche era una fábrica abandonada por Almagro. En Córdoba y Gascón. Las letras tenían rostro desde la terraza del edificio. El les cantaba una cumbia colombiana y hasta ensayó algún paso mientras se deslizaba por la pared hacia abajo.
Cuando vio el arma mostró las pinturas. Y señaló los graffitis. Pero el vecino pensó, creyó, decidió. Y disparó tres tiros que hicieron flamear su cuerpo en la madrugada helada. El vecino se confundió, dice el Canal de Noticias.
Es una hilera de verbos complacientes y justificantes. El vecino pensó, creyó, se confundió. Y decidió que Cristian era un ladrón, decidió que le amenazaba el confort, decidió que tenía que morir, decidió que a un chico de 17 se le acabara la vida así, sin tiempo de descuento, sin chance, sin yapa, sin propina, sin otra vida complementaria en la mochila para vivirla después y que se cumplan los sueños y las revoluciones sin vecinos tan rigurosos en su fe.
El último graffiti lo pintó con su sangre. Con una pluma de Bogotá. Y una cumbia de Colombia. Se murió a horas de abrir la barbería.
Donde rasuraba y cortaba el pelo a vecinos como el de Córdoba y Gascón. Vecinos que siempre piensan, creen, se confunden.
Odian, ciegos de su fe. Guardan armas debajo de su cama. Y a veces matan a chicos que pintan paredes.
Fuente: www.pelotadetrapo.org.ar